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No, no me lo contaron. Me sucedió a mí.

Amarraron las almohadillas temprano y, tras dar una descubierta por la privativa y rezarle cada uno a su Cada Cual, que hasta en eso cualquiera tiene sus preferencias, salieron todos a tomarse algo al bar de la esquina antes de la procesión.


-¡Pon regüeltos como para una comunión!- gritó Antón que, con su uno ochenta y cinco de estatura, cien kilos en canal y al que, con todos los arreos de un estante de Jesús puesto en faena y una sená como un preñe de ocho meses, solo le faltaba la barba que lucía para parecerse más a Solimán el Magnífico que al nazareno que era.

-Antoñico, hijo, que sabes que me cae el revuelto en ayunas como un tiro y que me va a dar una currencia que paqué a mitad de procesión. Anda, ponme a mí un café con leche y una madalena que se me templen las tripas un poquito, ¿vale?- le contestó él a sabiendas de que al final y para no llevarlo toda la carrera con la cantinela, iba a tomarse el maldito regüelto.

Y así fue como comenzó aquella divina mañana de Viernes Santo murciano, compartiendo ese grupo de estantes de Jesús, cafés, revueltos, sonrisas, ilusiones y ansias.

Despuntó el día despejado y frío, con lo que al pronto y a sabiendas de que a lo largo de la mañana se arrepentiría, agradeció llevar la chaqueta de invierno de su padre bajo la túnica morada.

Dejaron atrás Vidrieros y Verónicas y, al llegar a Martínez Tornel, ya sudaban todos o casi, que uno no es camisa de nadie para saber de humedades. Pero lo cierto es que, cuando llegaron al comienzo de la Platería e hicieron la parada para el condumio, había más sed que hambre bajo la palmera de la Oración.

-A comer, y rápido- ladró el cabo de andas pasando agua entre sus sedientos nazarenos.

Asegurando los estantes con el pie y con una mano- que la caída del palo no solo implicaba bisoñez, sino crudo rapapolvo-, cada uno registró la sená con la mano libre para sacar su ligero almuerzo y poder aguantar las dos horas largas que aún les quedaban de faena.
En silencio, con movimientos rápidos y con discreción, huevos duros, empanadillas, bocadillos pequeños y habas pasaron de mano en mano entre los estantes en franca camaradería hasta que, pasados dos minutos escasos, el trallazo les hizo meter nuevamente el hombro con la boca llena y atragantándose.

-hacho, ¿te queda alguna mona pequeña?- le preguntó Antoñico, girándose a medias y con migajas entre los pelos de la barba.

-Toma, pero pásame agua que voy seco.- contestó largándole la mona y dando un puñado de caramelos a aquel pequeñajo del público que lo miraba con semblante serio y que no se los pedía.

Pues como decía, pasaron Platería, Santa Catalina y Las Flores y encararon San Nicolás y, para entonces, las gargantas de todos ellos estaban más secas que el cauce del Segura.

Añadidos al revuelto, los huevos duros y el calor, la tenue capa de fino polvo suspendida en el ambiente y la ferviente multitud a menos de un palmo de sus hombros, creaban una sensación de ahogo que ponía perlas de sudor en las frentes y una sed insaciable en sus bocas.

Mas siguieron avanzando por San Nicolás como si de la calle de la agonía se tratase, lentos, impávidos, orgullosos y cubiertos de sudor y polvo, con un sentimiento de grupo compacto y sin fisuras que se incrementaba con la percepción de que, en el límite de sus fuerzas, nada eran sin el resto.

-¿os queda agua fresca? La mía parece orín de burra- oyó preguntar a alguien en la tarima, mientras el rumor de una decena de manos buscando agua entre las túnicas y tratando de pasar el líquido elemento al compañero, se elevó sobre el monótono redoble de la “caja” de la banda de música.

Y en esas estaban cuando, en una de las paradas, contempló con asombro como su punta tarima aseguraba el estante con el pié, se volvía hacia él y, tomando un gajo, le pasaba sin más, el resto de una hermosa naranja pelada.

-pásala- le espetó, escueto y tajante, volviéndose a su faena sin más explicación.

Y él, tomando aquella fruta en sus manos como si fuera el Santo Grial, con una ternura y un cuidado exquisito, cortó otro gajo y, obediente, pasó el resto al estante que le seguía.

Se quedó mirando un rato aquel gajo como si fuese un objeto de otro planeta, sin ubicarlo, sin localizar su finalidad allí bajo el trono; como cuando vio siendo un crío, en una película de romanos, a un gladiador con reloj de pulsera.

Por fin, tras llevar aquella prenda oculta en el puño un par de paradas más sin saber qué hacer con ella, atinó a meterla en su boca y, de golpe, lo entendió todo:

Entendió, ante el dulce y fresco sabor del gajo, que nada le habría aliviado más la sequedad de su garganta que ese trozo de fruta.

Entendió, que solo en una ciudad donde toda fiesta o celebración lleva aparejada la generosidad y el obsequio, era posible compartir bajo un trono de semana santa, una empanadilla, unas monas con huevo o, incluso, una naranja.

Entendió, que la camaradería bajo un trono es mucho más que una palabra: es un conjunto de detalles no escritos, no comentados y no dirigidos que consiguen que, año tras año, siglo tras siglo, un grupo de hombres logren mantener viva una tradición ancestral, con purismo, religiosidad y honestidad.

Y entendió, al fin, que todo lo anterior era posible porque éramos Nazarenos estantes y que, además, lo éramos en Murcia.



En La Alberca, durante el mes de enero de 2007


Para Cuco, que me hace de filtro en todos los artículos. Porque es de esos amigos que, caso de no haberlo conocido, echarías de menos.