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Así que, tras registrarse la sená, pensando con angustia que había dado hasta el último caramelo, le dijo al chaval que le sostuviese el estante y palpándose nervioso, ahora con las dos manos alrededor de su cintura, notó por fin la forma y la textura de una mona con huevo a la altura de los riñones.
 
¡ aaajá ! - comentó mientras extraía ese postrer regalo, deleitándose con la transformación que experimentaba la carita del niño que, en ese momento, alzó el rostro lentamente y le lanzó una silenciosa mirada de agradecimiento, tan clara y nítida, que pareció que le estaba hablando..


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Esta vez no hubo incertidumbre. La lluvia, como un manto espeso, había estado cayendo toda la noche y ya en la madrugada, todos fueron conscientes de que los Salzillos no salían este año. No obstante, a las seis de la mañana ya estaba vistiéndose tan obstinada y minuciosamente, como si el mismísimo obispo le hubiese estado esperando a la puerta de su casa.
Se despidió de su mujer sin una palabra y, en ese cruce de silenciosas miradas, tuvo su primera conversación del día. Ambos sabían lo que el otro pensaba y sentía, luego sobraban comentarios.

Llegó a la iglesia de Jesús cargando las cuatro docenas de monas con huevos de todos los años, como si en lugar del aguacero que se descolgaba, luciese el sol más radiante de esa primavera murciana.
 
Tampoco había allí mucha conversación. A lo más, algún que otro lacónico comentario de los compañeros del paso apuntillando lo inevitable:

En San Nicolás el agua se ha llevado la arena de los bordillos. - comentó Antonio, el punta vara, ajustándose el pañuelo a la cabeza.
Pues dicen que la Trapería parece un río. Impracticable, vamos. - dijo Oscar conteniendo la emoción pero sin engañar a nadie con los ojos cuajados.

En esas, apareció el cabo de andas, serio, preocupado y muy en nazareno; jodido pero profesional:

¡ a ver ! Quiero atadas todas las almohadillas, ¡ pero yá !, que sois estantes de La Oración, ¡coño!. Así que, menos lamentaciones, que éste, de momento, sigue siendo un paso serio.-
 
 (Sí, no se asusten, en Murcia se habla así incluso en el interior de la Privativa, vestido de nazareno y en Viernes Santo, sobre todo después de dedicarle un año de trabajo e ilusión al tema y que te estén cayendo chuzos de punta en el momento de salir; que a los trescientos tíos vestidos de morado con puntillas, mojados y hundidos, o te los llevas a un baile de puesta de largo, o les recuerdas, por aquello del orgullo nazareno, quienes son y porqué están allí, que eso siempre levanta un poco la moral.).

Y  asimilando estas reflexiones vió pasar junto a él a su socio Antón, estante del San Juan, vestido de paisano pero sin querer perderse este año, a pesar de lo que estaba cayendo, su día grande. Cruzó la mirada con él y le indicó éste con un gesto de su cabeza que iba a meterse en su paso. Luego hablarían, sin duda, además ambos habían perdido a sus padres solo unos meses antes y aún no se habían visto para darse un abrazo.

Interrumpieron sus pensamientos la llamada de atención del presidente por la megafonía anunciando la suspensión de la procesión. Pero primero, anunció, los grupos de tambores y bocinas tocarían la convocatoria abriendo la puerta de la iglesia, para suspender después de manera oficial el cortejo. Posteriormente, siguiendo la tradición instaurada por el paso de La Oración dos años antes, todos los pasos serían portados por sus estantes mientras se rezaba una oración y se interpretaba el característico y murciano toque de la burla.
 Y así se hizo. Y la verdad es que, a pesar de haber vivido esa experiencia ya en una ocasión, no pudo evitar que le embargase la emoción y que, con los primeros y atronadores redobles de los tambores destemplados, se le pusiera la piel de gallina y se le agarrara un nudo a la garganta.

Le tocó el turno, tras la Cena, a la Oración. Y allí, metido bajo la tarima del viejo paso, sintiendo un año más su amado peso y su esperado olor a polvo, maderas nobles y flores, rezaba y pensaba en su padre y en las personas que de veras le importaban cuando, al parar los tambores, le pareció escuchar unos sollozos junto a él. Tronó el golpe del cabo de andas en ese momento y bajaron el trono a pulso, lenta y silenciosamente, para colocarlo en su sitio. Entonces, girando la cabeza con curiosidad, descubrió el rostro de una chica, una penitente, que mirando al Cristo de la Oración y con la cara mojada por las lágrimas le recordó por su belleza y su mirada de pena a La Dolorosa.
Nadie supo jamás cómo había llegado hasta allí, pero varios estantes acudieron a reconfortarla con unas palabras, habida cuenta del enorme desconsuelo de la muchacha.

 Y en esas estaban cuando anunciaron que faltaba gente para poder portar los pasos pequeños, dado que muchos estantes de ellos no habían acudido al tener claro que ese día se suspendía la procesión. Cruzando una mirada cómplice con otro de los estantes, se alejaron unos pasos y pidieron permiso al cabo de andas de La Dolorosa para que la chica pudiese portar el trono, apelando a la falta de personal, accediendo este sin mayores objeciones.

 Así se lo comunicaron a esta que pasó de la pena a la sorpresa en un solo instante, dejando de sollozar en el acto. Asintió con la cabeza muy despacio mirando alternativamente a los dos estantes, como asegurándose de que no era una broma y, adquiriendo entonces su rostro una expresión de firme determinación, de absoluta resolución, metió el hombro en la almohadilla del paso como si lo hubiese estado haciendo toda la vida y se dispuso a esperar el momento de portarlo con una alegre ansiedad.

Sonaba en ese momento la música en honor del San Juan, con lo que buscó nuestro protagonista a su amigo y al hacerlo las miradas de ambos se cruzaron. Analizó el trasfondo de esos ojos y reconoció con facilidad lo que le estaban diciendo: esos ojos le hablaron en silencio de su emoción por vivir ese instante irrepetible, de la pena por no poder dedicarle una procesión completa al padre desaparecido, de alegría por, al menos, poder sentir el peso de "su" San Juan en los hombros y de orgullo, sí, de orgullo por tener el privilegio de pertenecer a ese grupo de elegidos que son los estantes de Jesús. Y lo entendió a la perfección porque era lo que él mismo acababa de sentir solo unos momentos antes y ambos se comprendieron con un leve asentimiento de sus cabezas. Solo habían necesitado, otra vez, una mirada para mantener una profunda conversación.

Sonó ahora, atronadora por la cercanía, sacándole de sus pensamientos, la música en honor de La Dolorosa y su cara no pudo contener una cariñosa sonrisa al descubrir a la bella penitente bajo el paso: en efecto, lloraba ésta nuevamente, pero su llanto había dejado de recordarle al de La Santa Madre. Corrían las lágrimas ahora por una cara feliz, tranquila y sonriente y esa mirada, antes triste, le hablaba ahora de emoción, alegría y honor al poder ayudar a elevar la sagrada imagen junto al resto de sus estantes.
     
Cuando todo terminó, antes de abandonar la iglesia de Jesús, echó un vistazo a las imágenes del Viernes Santo Murciano quedando una vez más prendado de su hermosura. Se fijó esta vez en las miradas del Cristo de la Caída, del Ángel de la Oración y del Judas del Prendimiento, entre otros, preguntándose qué divina inspiración debió tener el inmortal escultor para poder captar en los sutiles matices de una simple mirada, la totalidad de cada sagrada escena.

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Así que, con la sená vacía por completo tras darle la mona con huevo al chaval, las medias y esparteñas empapadas y el estante con la almohadilla atada al hombro, levantó la vista y contempló el panorama a su alrededor: allí, cruzando la plaza de San Agustín, una interminable cola de público aguantaba estoicamente la espesa lluvia solo para ver los tronos de su Viernes Santo dentro de la iglesia.

 Y dando un vistazo a los ojos de la gente, a lo que le decían en su callar y lo que hablaban con su mirar, pensó una vez más que, de veras, a veces, hay silenciosas miradas tan intensas como la mejor de las conversaciones.



 FRANCISCO JAVIER ALIAGA MEROÑO
 Nazareno estante de la Oración