Él nunca había desfilado como nazareno, ni había sentido la fría y a la vez cálida madera de la tarima sobre su hombro, pero se sentía nazareno de pura cepa, pues desde que era un zagal, su padre le había llevado todos los Jueves Santo a oír cantar a los auroros en Jesús, a ver como los nazarenos de la Oración hacían crecer la palmera que al día siguiente acompañaría a Jesús y al Ángel, y por último, situado en el centro de la Iglesia de Jesús, bajo la gran araña que la ilumina iba saludando, con una ligera inclinación de cabeza a cada uno de los tronos (como si se tratase de un matador en el centro del ruedo); tronos de imágenes dolientes y pasionarias que cobraban vida para responder ese saludo enviado desde el corazón.
Se sentía culpable y triste, porque era la primera vez en su vida que había faltado a su compromiso tácito de muchos años, había sucumbido a las presiones de los miembros de su familia: (“¿Porque no podemos irnos de vacaciones?, ¿Porque quieres ver la procesión otra vez?, si todos los años es la misma”, y muchos otros comentarios que siempre le hacía su familia). Hasta hoy, él, había utilizado todo tipo de triquiñuelas banales para evitar viajar en esas fechas tan entrañables y emotivas para él: (“Hay muchos coches en la carretera y es peligroso viajar”, “Te atienden mal donde vayas, pues hay mucha gente de vacaciones”, “De vez en cuando me duele todavía la herida de la operación”, y muchas otras excusas).
Hoy es viernes (a muchos kilómetros, en mi tierra es Viernes Santo), me encuentro recostado en una hamaca, frente a una maravillosa playa caribeña, pero mi vista, mi pensamiento y todo mi ser se encuentra a miles de kilómetros de aquí; en este momento, cierro mis ojos y me veo llegando a la iglesia de Jesús, en un cerrado y frío amanecer de marzo, carritos de chucherías que se cruzan, el cobrador de las sillas en su trabajo, busco mi lugar de todos los años y allí veo a mis amigos anuales, ya que solamente nos encontramos una vez al año para ver salir la procesión de los “moraos” junto a nuestra botella de “revuelto”, nos conocimos cuando nuestros padres hacían esto mismo, en el mismo lugar todos los Viernes Santo y nos traían, nuestros padres ya murieron, pero hoy siendo nosotros abuelos, seguimos haciéndolo (mismo lugar, mismos amigos y nuestro “revuelto” con churros).
“Papa, ¿No te bañas?”, me pregunta mi hija, sacándome, sin ella saberlo, de la tristeza que comienza a embargarme y evitando que mis lágrimas resbalasen sobre mis mejillas, pues siento como si hubiese “traicionado” mi “puesto de nazareno”, ya que no puedo estar con mis amigos para ver pasar a los “moraos”.
“Ring, ring”, suena el móvil y su chirriante ruido me hace volver a la realidad.
Con cabreo mayúsculo por la interrupción, cojo el móvil para responder y con voz de “pocos amigos” consigo decir: “Si, ¿dígame?”.
Nadie responde, y vuelvo a preguntar: “Si, ¿dígame?”, sigo sin oír nada y ya cuando me dispongo a colgar, no sin antes haber maldecido, comienzo a escuchar a lo lejos: “Tan, tan, ran, tan ...”, es el tronar de las bulas junto a la llamada altiva de las trompetas y de pronto una voz conocida me dice: “Hoy no podías faltar, pues junto a tus amigos, tienes que desfilar en la procesión”. Es ahora cuando no consigo articular palabra alguna y de mis ojos salen dos hilos de agua que nacen desde lo más profundo de mi ser.
Buendía Martínez
(Estante de la Oración en el Huerto)
Dedicado a mis hijos Patricia y Pablo, y a todo aquel que se siente nazareno sin haber desfilado