Cuando me dispongo a escribir las primeras líneas en las que hablo acerca de mi primera experiencia como estante del trono de la oración, las ideas y sobre todo las emociones se me agolpan en la cabeza, todo lo vivido en las semanas previas y especialmente lo sentido en esa mañana radiante y primaveral en la que sentí sobre mis hombros el peso de la historia.
Sería imposible detallar cada anécdota ocurrida desde el momento en el que tuve constancia de que existía una posibilidad de cargar La Oración este año por los distintos motivos sucedidos,  igualmente se me vuelve presentar como una tarea irrealizable el hecho de poder  agradecer lo suficiente la ayuda prestada por las distintas personas que hicieron posible la experiencia vivida, no mencionaré nombres por temor a olvidar alguno en este artículo, pero ellos saben quiénes son, y lo enormemente agradecido que estoy.

Pero llega el momento de contar la experiencia en sí, y esta es, que para un joven católico, murciano y amante de sus tradiciones, hay pocas cosas que puedan suponer una mayor emoción que formar parte de la Semana Santa murciana y más aún ser miembro de La Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno, más aún si cabe, si desde que tengo uso de razón llevo viendo a mi padre mostrar el mayor respeto, cariño y devoción hacia esta procesión y lo que la rodea, inculcándome a mí de esta forma, la devoción por la Semana Santa y en especial por nuestro trono.  Y así he podido vivirlo yo, la seriedad, la rectitud y el buen hacer en esta procesión se respira en todo momento, no sólo desde la salida, sino  en las semana previas, con la comida, la preparación del trono, o en ese silencio en los instantes previos al comienzo, en los que cada cual tiene un momento para la reflexión y ser consciente de donde está, donde mi pensamiento iba hacia mis abuelos y en lo que ellos me dirían de haber podido estar, pero sobre todo hacia mi padre al que tenía a unos pocos metros y del que bajo su apariencia serena yo sabía que había una montaña de emoción al saberme a su lado en una experiencia tan importante para él.

Y así llegó la salida con el retumbar de la vara del cabo de andas y el redoblar de los tambores y con apenas unos pasos recorridos, me llama mi padre para el relevo fundiéndonos en un abrazo que jamás olvidaré, y metiéndome bajo el trono y sintiendo su peso,  supe que llegaba el momento, que lo vivido hasta ahora había sido un juego y que ahora debía  de cargar con todo lo que había en mí, por los compañeros y los cabos de andas, por mi Fe y por la historia de este trono, pero sobre todo por el orgullo de mi padre y así traté de hacerlo durante el recorrido de la procesión.
Y tras acabar la procesión y abrazarme con los compañeros y amigos, por encima del cansancio había una sensación de alegría y orgullo indescriptible excepto para aquellos que hayan sentido este bendito peso sobre sus hombros. Sin duda, es una experiencia que nunca olvidaré, y que espero poder repetir cuantas oportunidades tenga a lo largo de mi vida.
Francisco Javier Aliaga Pérez